lunes, octubre 06, 2008

Revisando

Antes de interrumpir por algunas semanas mi ya ralentizada actividad bloguera, no quería dejar de hacer un aporte sobre el tema del asesinato de José Ignacio Rucci y el publicitado libro "Operación Traviata".

Creo haber dejado sentada mi posición en los comentarios a este controvertido post de Artemio. Agrego el link a la nota que se le hizo en ADN al autor del libro, donde éste deja entrever con toda claridad su intención de vincular ese crimen con las políticas del gobierno actual.

Pero lo que me intriga en este momento es en qué medida el libro de Reato aporta datos nuevos o desconocidos hasta ahora. No leí el libro (ni pienso comprarlo) pero guiándome por los comentarios que generó y por las declaraciones del autor, no encuentro hechos que no fueran conocidos previamente en mayor o menor medida, por ejemplo a través del libro "Montoneros: La buena historia" del ex dirigente de la "Orga" José Amorín. Que fue publicado en 2005 y se encuentra disponible íntegramente en Internet.

En el capítulo 29 del libro de Amorín se menciona una reunión que mantuvieron el 6 de septiembre de 1973 el general Perón y los dirigentes Quieto y Firmenich. En la que el Viejo les ofreció un acuerdo que evidentemente fue rechazado. Paso a transcribir el fragmento final de ese capítulo, y luego el capítulo 31.


Capítulo 29 - Entre la realidad y la omnipotencia: de la política a lo militar...

(...) Me pregunto: ¿fue la noche del 6 de septiembre cuando se decidió el asesinato de Rucci? No sé. Sé que tiempo antes de la masacre de Ezeiza un compañero de las FAR había tropezado -como todos los tropiezos, por casualidad- con la figura de Rucci en el momento de entrar a una casa. Y que, a partir de allí, FAR siguió sus desplazamientos hasta establecer sus patrones de conducta. Sé que la planificación de su asesinato se inició, por lo menos, tres semanas antes de que fuera asesinado. Sé que el gordo Fernando Saavedra -dirigente de Descamisados y un ser humano excepcional- fue designado como jefe del operativo. Me contaron que Fernando se opuso al asesinato de Rucci, planteó en términos políticos sus objeciones las cuales fueron desestimadas por la conducción -no sé los argumentos de la conducción para rebatirlo pero este debate recién empieza-. Y Fernando, confrontado por los argumentos o presiones de una Organización, de una Iglesia a la cual jamás iba a abandonar y de la cual sólo la muerte lo apartaría, adrede se rompió un tobillo una semana antes del asesinato, y no participó del mismo.

También me contaron que el proyecto de asesinar a Rucci desató una feroz interna en el seno de la conducción, interna que fue resuelta en forma unilateral por uno de sus miembros. No sé si el asesinato de Rucci se decidió después de la propuesta de Perón con relación al futuro de Montoneros y el futuro del Movimiento. Infiero -pero esto es subjetivo- que la muerte de Rucci fue producto de un largo proceso uno de cuyos hitos más importantes se ubica en la autopista Ricchieri, a pocos kilómetros de Ezeiza, la noche del 20 de junio de 1973. Sobre el techo de un micro desvencijado que flanqueaba la retirada de un "ejército" vencido.

Pero no supongo ni infiero, lo sé con certeza: el asesinato de Rucci fue una declaración de guerra. Contra Perón y el resto de los sectores que integraban el peronismo. Contra todos los conspiradores. Y si bien en política, como producto del propio arte de la política, todo puede ser resuelto, todo tiene retorno, el asesinato de Rucci no lo tuvo. Podría haberlo tenido, pero no lo tuvo.

Porque al principio imperaron las pasiones: las de las víctimas y las de los victimarios. La conducción montonera, cuando vio las terribles consecuencias de su acto y quiso remediarlas, además de omitir una autocrítica que podría haber llevado a modificar las concepciones que dieron origen al acto, negó su autoría, careció de sinceridad, actuó con hipocresía.

Por su parte, Perón se vio desbordado, no tanto por el dolor como por el hartazgo que le producía la estupidez ajena. En el medio medraron los profesionales de la violencia delincuencial. Y el tiempo pasó volando y, cuando todos nos quisimos acordar, Perón nos miraba desde la eternidad. Y nuestro pueblo, su pueblo, cuando nos miraba -a nosotros, a los montoneros- lo hacía de lejos. La muerte de Perón -ahora sí, definitivamente-no tuvo retorno.

Cambió a los montoneros. Cambió al peronismo. Y cambió la historia. Si Perón hubiera vivido unos meses más, tal vez -sólo tal vez-, Montoneros podría haber llegado a un acuerdo con él: llegado el caso, todo acuerdo siempre era posible con Perón. Pero se murió. Y ya nada tuvo retorno.
(...)

Capítulo 31 - El asesinato de Rucci: causas y circunstancias...

Están mis recuerdos: luego de treinta años, difusos, contradictorios, confusos por las sombras que sobre ellos echan los recuerdos más recientes.

Y está mi subjetividad. Al margen de mis desmemorias y de mi subjetividad, varios compañeros que, en aquel tiempo, ocupaban niveles intermedios de conducción, aportaron informaciones para reconstruir los sucesos que rodearon el asesinato de Rucci.

De todos ellos, el más importante se relaciona con las contradicciones que existieron en el seno de la conducción nacional respecto del destino de Rucci. Las contradicciones eran de tal magnitud que la decisión final fue tomada por uno solo de los miembros de la conducción: Julio Roqué, sexto en la jerarquía de la misma y procedente de las FAR. No sé si la tomó en absoluta soledad. No lo creo. Si sé que Hobert, el miembro más relevante de la conducción para los cuadros de la Orga, se enteró de la muerte de Rucci por los medios de difusión.

En realidad, el asesinato de Rucci constituyó la forma de zanjar de una vez por todas las discusiones entre "movimientistas" y "militaristas" que, si bien siempre cruzaron la historia de las organizaciones armadas peronistas, se agudizaron a partir de la lucha electoral y la perspectiva de llegar al gobierno por una vía "pacífica". La muerte de Rucci agudizaría el enfrentamiento interno del peronismo pero, también, resolvería las contradicciones internas de la Organización en favor del sector "militarista".

De la existencia de tales contradicciones en los más altos niveles de la dirección montonera, da fe el propio Perdía. Cuenta que, después de la masacre de Ezeiza, él se reunió con Lorenzo Miguel. Lorenzo explicó que el sindicalismo no había tenido nada que ver con la masacre: de hecho, sus militantes al igual que los nuestros, acudieron a recibir al General "armados" con palos, cadenas y algunos fierros cortos, sin otro ánimo de enfrentamiento más allá de los tumultos ocasionales que pudieran producirse debido al indeseado pero estrecho contacto al cual nos obligaba la movilización. A partir de este encuentro, entre Montoneros y sindicalistas, se integró una comisión no sólo destinada a prevenir potenciales enfrentamientos sino, además, para llegar a acuerdos políticos entre ambos sectores.

"Observo hoy", escribe Perdía, "que las fuerzas que empujaron hacia el desarrollo de la confrontación eran más poderosas que aquellas otras que, dentro de la confusión, buscábamos el acuerdo (...) Cada gesto conciliador del jefe metalúrgico se correspondía con reacciones altisonantes por un sector de su propio entorno. Cada intento nuestro por establecer puntos de acuerdo despertaba en muchos las sospechas de traición".

Cabe preguntarse, ¿"despertaba las sospechas de traición"... en muchos de quiénes? La respuesta es sencilla: en muchos de la conducción nacional y su entorno más íntimo ya que eran ellos, no sólo los protagonistas de las reuniones con el sindicalismo sino, además, los únicos que estaban enterados de su existencia.

Ahora, ¿quiénes eran y qué características tenían quienes integraban la conducción nacional en ese momento? En principio, eran ocho. De ellos, cuatro (Firmenich, Hobert, Perdía y Yager) provenían de Montoneros. Tres (Quieto, Roqué y Osatinsky), de FAR. Y, por último, Horacio Mendizábal, de Descamisados. Entonces, si nos atenemos a los antecedentes históricos y prácticas políticas de cada una de las organizaciones, podríamos inferir que, en el seno de la conducción, las ideas movimientistas tenían un peso de cinco sobre tres. En consecuencia, la opción de matar a Rucci tendría que haber sido rechazada por cinco votos negativos contra tres a favor. Sin embargo, ello no fue así. Porque tampoco era así -cinco a tres- la correlación de fuerzas en la conducción. De sus miembros, con excepción de Yager a quien no recuerdo, conocí o tuve referencias directas de todos los demás.

De Firmenich ya hablamos: sufría de despecho, limitado en política, necio frente a la realidad y adoptaba como propio cualquier discurso nuevo que se adaptara a sus necesidades, a sus ambiciones. Perón, cuando se reunió con Hobert en 1972, estableció con él una relación íntima, cálida, casi filial. Una relación que excedió lo político e hizo que confiara en Montoneros, en su buen criterio, en su sensatez y en la adhesión a su estrategia. En cambio, cuando se reunió con Firmenich en 1973, sintió rechazo y lo desairó con sutileza. Digo: lo caló de entrada: "tengan cuidado con las ambiciones de quienes los dirigen", recomendó en una oportunidad a los muchachos de la Jotapé. Y, aún hoy, las características que percibió el Viejo respecto de la personalidad de Firmenich, las percibimos todos cada vez que el personaje abre la boca. Voto positivo. Rucci: cuatro a cuatro.

En relación a Perdía tengo la impresión de que es un buen tipo, e inteligente. Pero muy sensible a las presiones directas. De alguna manera, él mismo deja constancia al respecto: "Nuestro espacio político estaba presionado por dos fenómenos confluyentes. Uno era la presión militar del PRT-ERP, con sus críticas y su accionar militar. Otro el de los grupos peronistas más duros como el peronismo de base, la revista Militancia y fracciones de las FAP. El efecto de este conjunto de influencias provocaba que toda posición que corriera el riesgo de ser tildada de 'moderada' fuera rápidamente descartada (...) en el marco señalado, obviamente influyeron las tendencias más militaristas y de mayor afinidad con la 'izquierda' provenientes de buena parte de los militantes encuadrados en las FAR. Ay, las presiones... Abstención. Rucci: tres a cuatro.

De todos los descamisados que conocí, Mendizábal fue el único fierrero: por encima de cualquier consideración política, él amaba los fierros. En términos políticos, por otra parte, tenía dificultad para manejarse en escenarios complejos como, por ejemplo, el que planteaba el movimientismo en 1973. Un escenario que exigía a sus actores desplazarse con la mayor de las sutilezas, tejer, destejer, rodear, avanzar, retroceder, ser pacientes y tragarse sapos, muchos sapos. Por lo tanto, Mendizábal tenía una particular afinidad con el simple y valiente discurso de las FAR. Y esto, como veremos más adelante, nadie me lo contó: lo sufrí en carne propia. Voto positivo: dos a cinco.

De Yager no sé. Y Hobert estaba en contra, se dijo antes. Pero, en votos, Rucci ya había muerto. Recuerdo a Hobert, sensato y vueltero como pocos a la hora de imponer sus opiniones. Sin esfuerzo lo imagino dar vueltas para postergar una decisión a la cual él se oponía. Pero, mientras él daba vueltas, Roqué se instaló en un departamento de Floresta, Juan B. Justo 5781, a diez cuadras del domicilio de Rucci. Mientras Hobert daba vueltas, Roqué mandó traer al departamento las armas necesarias para el operativo: las llevó Gustavo Lafleur, camufladas como máquinas de coser Nitax y en un auto oficial del gobierno de la provincia de Buenos Aires. Mientras Hobert daba vueltas, Roqué convocó al equipo operativo, nueve compañeros, la mayoría FAR, un solo Desca, el gordo Fernando Saavedra. Pero el gordo se oponía al asesinato.

Recuerden: antes del operativo se rompió un pie y "no pudo" participar. Y mientras Hobert daba vueltas, ahora en su auto, se enteró, por la radio se enteró, que Roqué había largado el operativo: asesinaron a Rucci, estalló la radio. Se enteró casi al mismo tiempo que el Canca Gullo quien hacía antesala en la casa de Gaspar Campos para reunirse con Perón. Alguien, un tal Esquerra, entró a la pieza donde el Canca esperaba y gritó: asesinaron a Rucci. En ese momento, el Canca pensó: lo mató la CIA. Hobert no: él supo, en el instante, que habíamos sido nosotros, y de nosotros quiénes habían sido. Y, tal vez, haya pensado que Roqué era su discípulo. Discípulo perverso, en las antípodas de su pensamiento y de su carácter, de su sensatez. Discípulo, en todo caso, en lo vueltero de su maniobrar, en su metodología transgresora de consensos inconclusos, en su capacidad de decisión: ¿acaso Hobert no había hecho lo mismo cuando, para volcar a Montoneros hacia la salida electoral, tomó un pueblo en Santa Fe?

Ignoro, después del asesinato de Rucci, el contenido de las discusiones que se suscitaron en el seno de la conducción nacional. Pero sé que Hobert, secundado por el Canca Gullo, Perdía y, tal vez, también por Dardo Cabo, hicieron lo imposible por arreglar los tantos con el sindicalismo y con Perón.

Sé que llegaron a un acuerdo con Lorenzo Miguel y que el Viejo se sentía predispuesto a conciliar. Y sé que, como hecho simbólico del potencial acuerdo, apostaron a la manifestación del 1º de mayo del '74. Pero, como tantas veces sucede en la historia de las revoluciones, los insensatos les ganaron de mano.


José Amorín, Montoneros: La buena historia, págs. 152 a 156 de la versión descargada de Internet.


Aclaro desde ya que si traigo esto acá no es porque comparta todas las apreciaciones de Amorín sino para estimular el debate sincero sobre una página negra y una herida abierta de nuestra historia. Para que la "memoria completa" no sea patrimonio de manipuladores y oportunistas, o de nostálgicos del terrorismo de Estado.

De paso, recordando una frase de Jorge Gaggero citada en las primeras épocas de este blog, ¿cuándo darán la cara (y contarán lo suyo) los empresarios del terror?


P.S.: Ante la inminencia de un viaje, las respuestas a los posibles comentarios quizás se demoren un poco. Se hará lo que se pueda.