La tragedia que vivió la sociedad argentina hace tres décadas no se inició el 24 de marzo de 1976, si bien esa fecha marca el inicio del terror institucionalizado. Entre los innumerables recordatorios que se podrían hacer en el día de hoy, elegí un fragmento del libro Iglesia y Dictadura (1986), de Emilio F. Mignone.
Mónica
El 14 de mayo de 1976, a las 5 de la mañana, un grupo de hombres fuertemente armados arrancó de nuestro hogar, ubicado en la avenida Santa Fe 2949, 3º A, en Buenos Aires, a mi hija Mónica, entonces de 24 años. Nunca más tuvimos noticias de ella. Mónica pasó a integrar la nómina de los millares de detenidos-desaparecidos.
Desde el primer momento mi señora y yo tuvimos la certeza de que se trataba de un procedimiento regular, ejecutado por personal de las fuerzas armadas. Las razones de esa conclusión están expuestas en las declaraciones que he prestado en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la O.E.A., en la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas y en la causa contra los integrantes de las tres primeras juntas militares, tramitado ante la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal (1).
A partir de esa infausta madrugada de mayo, iniciamos desesperadas gestiones ante todo género de autoridades con el fin de obtener alguna noticia sobre Mónica. Lo mismo hicieron las familias de seis de sus amigos, que ese mismo día fueron privados de su libertad.
En el curso de los trámites nunca aceptamos las explicaciones que entonces se esgrimían, arguyendo que las desapariciones eran ajenas al gobierno de las fuerzas armadas. Desde el primer momento sostuvimos, privada y públicamente, la responsabilidad de éstas. Y pronto comprendimos que el método de hacer desaparecer a los disidentes políticos "en la noche y en la niebla", formaba parte de un sistema represivo fríamente concebido y ejecutado.
El grueso de la población estaba confundido y desconcertado. Sin embargo, los integrantes de los sectores informados de la sociedad argentina -militares, altos funcionarios, diplomáticos, dirigentes políticos, sociales, financieros, empresarios y sindicales, periodistas, obispos- tenían conocimiento cabal de lo que estaba ocurriendo. Y muchos de ellos lo justificaban, lo aplaudían y aún cooperaban con esa acción.
Recuerdo vívidamente un episodio de esa época. En los primeros días de abril de 1976 fui invitado a una recepción organizada por la representación del Banco Interamericano de Desarrollo, con motivo de la llegada de una misión financiera. Predominaban en el encuentro los funcionarios de la nueva administración, en su mayoría uniformados, a quienes no conocía. Al encontrar a un amigo, el economista Carlos Brignone, ya fallecido, me acerqué a él. Me presentó a su interlocutor. Era Walter Klein, padre del segundo hombre del Ministerio de Economía del mismo nombre. Estábamos cerca de la puerta. De pronto vimos entrar exultante al general Alcides López Aufranc, que acababa de ser nombrado presidente de la empresa siderúrgica Acindar, sucediendo a Martínez de Hoz. Se acercó al grupo y saludó. Klein lo felicitó por su designación diciendo: "Ahí se necesitaba un hombre enérgico como usted". López Aufranc sonrió complacido. Luego la conversación se orientó hacia los rumores de una posible huelga en el sector, señalando Klein que tenía noticias de la detención de 23 delegados de fábrica. El general, creyendo que yo también pertenecía a la banda adueñada del poder, contestó tranquilizándolo: "No se preocupe, Walter, -le dijo- todos están bajo tierra".
(1) El Diario del Juicio, Buenos Aires, 24 de setiembre de 1985, año 1, número 18, p. 389-394.
Emilio Fermín Mignone, Iglesia y Dictadura, Capítulo 1 - El Vicariato Castrense; Universidad Nacional de Quilmes - Página/12, 1999; p. 19-20.
Que vuelvan las ideas
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