Suelo pensar en esta etapa iniciada el 10 de diciembre como un pastiche farsesco de lo vivido en otras épocas nefastas de nuestro país. Con un alegre relajamiento cool, eso sí, sin bombardeos, fusilamientos, cárceles (salvo por el caso de Milagro Sala, por ahora) ni planes Conintes (y mejor paro aquí). Y obviamente, con el detalle no menor de que el PRO-Cambiemos llegó al gobierno mediante un legítimo triunfo electoral.
Hace pocos días Ricardo Piglia fue noticia por sus problemas de salud, y vaya casualidad, en este tiempo estuve leyendo su novela Prisión perpetua, que según él contiene fragmentos autobiográficos y se inicia en el contexto de una derrota política. Una derrota seguramente mucho más trágica que la actual, aunque algunos párrafos me resultan de notable actualidad. En fin, el tiempo dirá cuán comparables terminan siendo estos dos momentos históricos. Así comienza Prisión perpetua, con su primera parte titulada justamente, En otro país:
Una vez mi padre me dio un consejo que nunca pude olvidar: "¡También los paranoicos tienen enemigos!", me dijo, a los gritos, en el teléfono, tratando de hacerse entender desde la lejanía, en febrero o marzo de 1957. No era un consejo pero siempre lo usé así: una máxima privada que condensa la experiencia de una vida. Esa frase era el fin de un relato, el cristal donde se reflejaba la catástrofe. Mi padre había estado casi un año preso porque salió a defender a Perón en el 55 y de golpe la historia argentina le parecía un complot tramado para destruirlo.
Se crió en el campo, un médico de provincia que cundo tomaba y estaba alegre enfurecía a mi madre cantando "La pulpera de Santa Lucía" con una variante obscena que había aprendido en un prostíbulo de Trenque Lauquen. Se hizo peronista en el 45 y fue peronista toda la vida. Los acontecimientos se encadenaron para hacerlo abdicar pero él se mantuvo firme. Salió de la cárcel y se siguió reuniendo con los compañeros del movimiento (como los llamaba) que venían a casa a imaginar la vuelta de Perón.
Hay hombres sobrios y aplomados, a los que la desgracia los quiebra por adentro, sin que se vea. No saben quejarse, son ceremoniosos y gentiles, piensan que los demás actuarán con la misma magnanimidad que ellos usan en la vida. El punto de máxima ruptura se produce cuando empieza el desengaño.
El 55 fue el año de la desdicha y el 56 fue el de la cárcel y el 57 fue todavía peor. Las cosas siempre pueden empeorar: esa es la tradición de los vencidos.
Estaba acorralado y decidió escapar. En marzo del 57 abandonamos medio clandestinamente Adrogué, un suburbio de Buenos Aires donde yo había nacido y donde había nacido mi madre, y nos fuimos a Mar del Plata, una ciudad que está a cuatrocientos kilómetros al sur de la provincia de Buenos Aires. Subimos los muebles a un camión, yo viajé entre las sogas y los bultos; sentado en un canasto de mimbre miraba pasar las poblaciones, las vacas, la mansedumbre idiota de la llanura. En Mar del Plata, el amigo de un amigo le consiguió un lugar donde abrir un consultorio. A los cuarenta años iba a empezar de nuevo. Se daba ánimo pero ya no se repuso y antes de morir, veinte años después, seguía aferrado al rencor que produce la injusticia.
La historia de mi padre no es la historia que quiero contar. La convención pide que yo les hable de mí pero el que escribe no puede hablar de sí mismo. El que escribe sólo puede hablar de su padre o de sus padres y de sus abuelos, de sus parentescos y genealogías. De modo que ésta será una historia de deudas como todas las historias verdaderas.
Yo tenía dieciséis años. Viví ese viaje como un destierro. No quería irme del lugar donde había nacido, no podía concebir que se pudiera vivir en otro lado y de hecho después no me ha importado nunca el lugar donde he vivido.
Me acuerdo del silencio de los últimos días, de los amigos de mi padre que venían a medianoche a despedirnos. La cara esquiva de los que quieren darse ánimo y no encuentran las palabras. Vea, doctor, le dijo un viejo que había conocido en la cárcel, nos van a perseguir hasta matarnos a todos. No es para tanto, le contestó mi padre, tratan de asustarnos, no pueden matar a toda la gente. Usted los conoce, doctor, le contestó el viejo, son hijos y nietos y biznietos de asesinos. Entonces mi padre hizo un chiste pero el ambiente no se distendió. Sentados alrededor de una mesa, se despedían: nadie podía decir lo que otros querían escuchar.
Irse, para mi padre, fue un modo de reconocer que estaba fuera de juego, Un hombre puede sentir el peso de una derrota política como si se tratara de un dolor personal. Las noticias de los vencedores parecían cartas dirigidas personalmente a mi casa.
En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas empecé a escribir un Diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. La literatura es una forma privada de la utopía.(...)
Ricardo Piglia, Prisión perpetua, Ed. Anagrama - Página/12. Buenos Aires, 2009. p. 9-11.