Hace unos días falleció Kurt Vonnegut, un escritor al que reconozco no haber leído demasiado pero a quien siempre tuve en estima. Ayer se publicó en Radar un fragmento de sus últimos escritos, no de ficción sino de los que demuestran su estatura de hombre valiente y comprometido. No quiero seguir abusando del copy&paste, pero esto tiene que estar aquí.
Mi héroe, un hombre sensato
por Kurt Vonnegut
Yo no les puedo ofrecer más que algo pequeño a lo que aferrarse, la verdad. No es mucho más que nada, y tal vez sea un poco peor que nada. Es la idea de un verdadero héroe moderno: un esbozo de la vida de Ignaz Semmelweis, mi héroe.
Ignaz Semmelweis nació en Budapest en 1818. Fue contemporáneo de mi abuelo y de los bisabuelos de ustedes, y puede que les parezca que ha pasado mucho tiempo, pero en realidad vivió ayer, como quien dice.
Ejerció la obstetricia, lo que ya de por sí debería hacer de él un héroe moderno. Dedicó su vida a la salud de los bebés y de las madres. No nos vendrían mal más héroes de este tipo... En estos días, mientras los conjeturadores que hay al mando nos siguen industrializando y militarizando cada día un poquito más, la atención que se presta a las madres, a los bebés, a los ancianos y a cualquier persona física o económicamente débil es terriblemente escasa.
Ya les he dicho lo reciente que es toda esta información que tenemos ahora. Es tan reciente que la noción de que los gérmenes provocan enfermedades es de hace tan sólo 150 años. La casa que tengo en Sagaponack, Long Island, tiene casi el doble de antigüedad (no sé ni cómo vivieron el tiempo necesario para acabarla). Con esto quiero decir que la teoría de los gérmenes es muy reciente. Cuando mi padre era un niño pequeño, Louis Pasteur todavía estaba vivo y envuelto en cierta polémica. Todavía había muchos conjeturadores poderosos que se enfurecían con la gente que escuchaba a Pasteur y no a ellos.
Pues sí, e Ignaz Semmelweis también creía que los gérmenes podían causar enfermedades. Se quedó horrorizado cuando empezó a trabajar en una maternidad de Viena y descubrió que allí fallecía de fiebre puerperal una de cada diez mujeres.
Se trataba de gente pobre (los ricos todavía daban a luz en sus hogares). Semmelweis observó las prácticas hospitalarias y empezó a sospechar que eran los médicos quienes transmitían la infección a las pacientes. Se fijó en que a menudo pasaban directamente de diseccionar cadáveres en el depósito a examinar a las madres en el pabellón de maternidad. Entonces propuso de forma experimental que los médicos se lavaran las manos antes de tocar a las pacientes.
¿Podía haber sido algo más insultante? ¿Cómo osaba proponer algo así a sus superiores en la escala social? Semmelweis se dio cuenta de que era un don nadie: no era de la ciudad y carecía de amigos y protectores entre la nobleza austríaca. Sin embargo, las muertes no cesaban y Semmelweis, con mucha menos perspicacia social de la que probablemente tendríamos ustedes y yo, siguió pidiendo a sus colegas que se lavaran las manos.
Al final accedieron a hacerlo movidos por la mofa, la sátira y el desdén. ¡Cómo tuvieron que enjabonarse y enjabonarse y frotarse y frotarse y limpiarse bajo las uñas!
Las muertes cesaron. ¿Se lo imaginan? Las muertes cesaron. La de vidas que salvó.
En última instancia podría afirmarse que Semmelweis ha salvado millones de vidas, incluidas con bastante probabilidad las de ustedes y la mía. ¿Pero cuál fue el agradecimiento que recibió de los mandamases de su profesión en la sociedad vienesa, todos ellos conjeturadores? Lo expulsaron del hospital e incluso de Austria, a cuya gente había prestado tan gran servicio. Terminó sus días como médico en un hospital de provincias de Hungría. Allí renegó de la humanidad (que somos nosotros y todos nuestros conocimientos de la era de la información), y de sí mismo.
Un día, en la sala de disección, cogió un bisturí con el que había abierto un cadáver y se lo clavó a propósito en la palma de la mano. Poco después murió, como ya sabía que pasaría, de un envenenamiento de la sangre.
Los conjeturadores tenían la sartén por el mango: habían vuelto a ganar. Ellos sí que eran gérmenes. Pero los conjeturadores revelaron algo más sobre sí mismos, algo a lo que hoy en día deberíamos prestar la debida atención. Ellos no están interesados en salvar vidas, lo que les importa es que se los escuche (mientras sus conjeturas, por ignorantes que sean, se perpetúan días tras día). Si hay algo que detestan, es a una persona sensata.
Ustedes, séanlo, de todos modos. Salven nuestras vidas y también sus propias vidas. Sean honorables.
(Del libro Un hombre sin patria, Ed. Bronce.)
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