Que treinta años es mucho
Por Enrique M. Martínez*
Gerardo Mesquida y Marcos Tomasoni, docentes técnicos de Oncativo, provincia de Córdoba, se preguntan y nos preguntan:
“Si es posible relacionar la intencionalidad de aquel gobierno de guadañas y la tecnología y la ciencia”. “... conocer sobre el desempeño de los círculos científico – tecnológicos de aquel entonces”. “Si la actividad se mantuvo al margen de la problemática o fue partícipe directa”. “Si el modelo tecnológico actual deriva de aquel 24 de marzo”.
Lo hacen en el contexto de una necesidad de saber, de entender, de corregir, que parece diseminarse por todo el país, en la medida que aparece el protagonismo de nuevas generaciones, que deben reemplazar la vivencia de aquello – que no pueden recordar ni siquiera como espectadores - por la incorporación racional de información objetiva a un marco conceptual que apuntale un horizonte mejor.
La respuesta debe ir necesariamente de lo general (el efecto sobre la vida en la Argentina) a lo particular (el efecto en la ciencia y la tecnología).
El miedo y la desconfianza hasta por el pariente o el vecino, combinado con la destrucción del aparato industrial autónomo, configuraron un escenario nuevo y terrible. Desde entonces, una gran parte de la sociedad argentina piensa que aquí no hay lugar para todos. Quienes sienten que sí disponen de ese lugar, temen que aún los mas cercanos puedan despojarlo de él. Ya no pensamos en sumar a los que están afuera, pensamos en tenerlos bien lejos y controlados.
La movilidad social se quebró. Y la movilidad es la columna vertebral de una sociedad sustentable, porque permite creer que todos tenemos posibilidad de conseguir algún lugar en el barco. Los pudientes amurallados y los excluidos cada vez más desesperados es un escenario latinoamericano típico, que no se merecen nuestros hermanos del continente y no nos merecemos nosotros.
En ese marco, queridos Mesquida y Tomasoni, el sistema de ciencia y técnica siguió el camino del conjunto. Dispersión, desorientación, refugio en la solución individual. Un régimen que desconfiaba – mas bien descreía – de la inteligencia debía necesariamente desalentar la ciencia. Debía expulsar directa e indirectamente a nuestra gente hacia centros de investigación del extranjero. Ni siquiera aquellos investigadores de pensamiento más reaccionario – que los había y los hay – pudieron adherir al nuevo estado de cosas. Sólo los más mediocres o advenedizos, que no tendrían oportunidad de descollar en ningún caso, se abalanzaron sobre los cargos formales, que nada significaron, en época tan oscura.
De algún modo, el cuadro antedicho es imaginable por cualquier joven curioso por nuestra historia. Lo que no es tan simple es vincular la valoración actual de la tecnología con aquel nefasto período. Sin embargo, a mi criterio, existe una clara conexión.
Si la filosofía es que el país no necesitaba promover, ni mucho menos cuidar, a todos, si no había lugar para todos, el pensamiento empresario se fue sesgando. La rentabilidad agropecuaria se mide en la tranquera, no importa que el cereal o la carne que se venden no sean procesados en el país o no puedan ser comprados por los sectores populares. Incorporar tecnología a una industria pasa a ser sinónimo de comprar una máquina que reemplace trabajadores. Nunca es asociado con un trabajo colectivo detrás de la mayor eficiencia general. Me salvo solo.
Se disocia la producción del consumo. Se puede - ¿se puede? – producir sin que se consuma en el país.
Se disocia la producción de la generación y transferencia de tecnología. Un productor de soja, después de 30 años de fractura social, termina poniendo la tierra, para que semillas con regalías al extranjero, junto con herbicidas y fertilizantes importados, le permitan más tarde cosechar con una cosechadora importada y luego vender a una aceitera que agrega apenas un 10 por ciento de valor y exporta en barcos sin bandera argentina, para completar el proceso industrial del otro lado del mar. Terminamos siendo sólo engranajes de un sistema global que no diseñamos ni controlamos.
Tal vez la mejor manera de honrar tanto sacrificio de quienes murieron y quienes sobrevivieron al genocidio sea buscar modos de cambiar el verbo. En lugar de terminar como engranajes sin peso, empezar desde allí la construcción de otro espacio. Desde nuestro quehacer, nuestro aporte puede y debe pasar por respetar el conocimiento nacional, como condición para la liberación de la creatividad. Que los jóvenes de Oncativo, de Castex en La Pampa o San Martín de los Andes en Neuquén sientan que no será en vano esforzarse. Que la injusticia y la exclusión no son hechos espontáneos ni permanentes. Que todo lo que hagan para transformar la naturaleza, para organizar la producción, para poner equidad al interior de cada escuela, cada industria, cada oficina pública, será el mejor homenaje a los que no tuvieron una oportunidad, a sí mismos y al futuro de este país.
* Presidente del INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial)
1 comentario:
María, te agradezco tu comentario. Claro que hay muchas historias como esa que vos contás. Quizás la mayor de las batallas que haya que dar hoy en nuestro país sea la cultural, y para ello hay que traer a cuento el recuerdo de la devastación y el saqueo que hemos sufrido toda vez que se pueda.
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