Hoy leyendo esta nota de Luis Bruschtein en la contratapa de Página/12 me volvieron los recuerdos de esa época. Yo estaba recién entrando en la adolescencia, pero como alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires pude sentir la irrupción del autoritarismo. Tras la intervención de la Universidad y la Noche de los Bastones Largos renunciaron varios profesores, entre ellos recuerdo a Félix Weinberg quien nos dirigió a sus alumnos unas palabras que fueron una de mis primeras lecciones de ética e integridad. Años después, al igual que Luis pasé por la Facultad de Ciencias Exactas, pero ya no era un ámbito de libertad académica y brillantez científica sino un lugar oscuro donde proliferaban los autoritarios y los mediocres. Porque me toca tan de cerca, aquí va la nota de Luis.
Todos contra Illia
Tenía 16 años y cursaba el último año del bachillerato al mismo tiempo que el dificilísimo ingreso a Ciencias Exactas. Todo era emocionante. Me deslumbraba el juego de la inteligencia en las clases de la Facultad, las discusiones políticas y las asambleas que se entremezclaban con las matemáticas y el curso destellante del pensamiento científico.
No entendía ni jota de política pero me encantaba la actitud de pensarla con la misma libertad y el mismo desafío con el que encaraba un teorema o el estudio del aparato reproductivo de las arañas. Las preguntas de los docentes eran desafiantes, transgresoras, desestructuraban cualquier respuesta memorizada o de cajón, no solamente había que saber, había que entender y después aprovechar esas herramientas para afrontar una situación teórica que casi siempre tenía poca relación con el tema de la clase en sí. Y entre tanto, en el aula magna había una asamblea con los cañeros de Tucumán o sobre la reunión de la OLAS que se había efectuado en Cuba.
No lo sabía en ese momento, pero estaba viviendo los últimos días de esa Universidad, el momento más brillante de la universidad argentina y del proyecto de la reforma, que tenía en Exactas un exponente emblemático. Era de las facultades más politizadas y al mismo tiempo de altísimo nivel académico, comparable, incluso, con las mejores del mundo.
Con ese candor, me esforzaba por hacerme tiempo para participar en las asambleas, en las marchas y aprovechar todas las puertas que me abría ese mundo fascinante. Para esa época, poco antes del golpe contra el presidente Arturo Illia, se producían grandes movilizaciones para pedir aumento del presupuesto universitario. En los actos participaba también el rector, que provenía del humanismo social cristiano. El peso de esta corriente obligaba a alianzas de comunistas, radicales, socialistas y de la izquierda independiente en el movimiento estudiantil.
Las movilizaciones eran masivas y casi siempre terminaban en choques con la Guardia de Infantería, gases y detenidos. Las consignas eran durísimas (un poco tontas si se las compara con las actuales) contra el gobierno, le pegaban a Illia por “tortuga” e ineficiente, y a los legisladores por no aprobar el aumento de presupuesto: “diputados, senadores, manga de traidores”, “zapallo, verdura, Illia a la basura”. Siempre me arrepentí del ardor adolescente con que canté esas consignas pocos días antes del golpe del general Juan Carlos Onganía.
Las movilizaciones de la izquierda universitaria coincidían con la seguidilla de conflictos sindicales que promovía el vandorismo desde la derecha peronista, que conspiraba con un grupo de militares. Los estudiantes contribuían así a la creación de ese clima caótico y desestabilizante. Todo era bastante confuso. Porque en realidad Illia había ganado las elecciones con sólo el 22 por ciento del padrón, ya que el peronismo estaba proscripto. Los trabajadores se sentían excluidos de ese gobierno, no había nada que los identificara con él. El vandorismo podía operar en esa confusión y llevar agua al molino de un golpe militar reaccionario.
Pese a las protestas, la mayoría de las veces amplificadas por los medios que también conspiraban, Illia no era un presidente detestado. Era un gobierno tibiamente progresista en un país tutelado por un partido militar de ultraderecha y con el peronismo proscripto. Su destino estaba anunciado. Para hacer política en aquellos años había que tener contactos con algún general. Era importante saber quiénes eran los jefes de los cuerpos de Ejército, dónde estaban los generales con más peso y poder de fuego o de mayor prestigio entre sus camaradas. Los diarios hacían estos análisis militares abiertamente, peronistas, radicales, comunistas, socialistas, conservadores, desarrollistas y liberales tenían reuniones periódicas con militares y eso pesaba después en sus internas.
En consecuencia, la idea de no hacer nada que molestara al “partido militar”, y hasta del golpe, era parte intrínseca del pensamiento políticode la inmensa mayoría de los dirigentes democráticos. No los había votado nadie, pero los militares eran los que decidían en un sistema de democracia tutelada que en realidad era poco democrático. Era muy difícil pensar una forma de democracia distinta, sin los militares interviniendo en todo. Cuando se hablaba de democracia, se hablaba de eso y a todo el mundo le parecía normal. Por esa razón, cuando fue el golpe, prácticamente nadie salió a la calle a defender a un presidente que había sido, con sus limitaciones, el más democrático de aquellos días.
Con la inocencia de los 16 años, imaginé que habría mucha gente en la calle para protestar contra los golpistas. Fue una desilusión dolorosa ver la forma humillante con que el presidente Illia era sacado de la Casa Rosada, en soledad, sin necesidad de grandes despliegues militares. Sólo un pequeño grupo de radicales indignados se aglutinó en la puerta y ni siquiera tuvieron que reprimirlos. Recuerdo la tristeza y la impotencia que sentí. El movimiento estudiantil y la izquierda tampoco reaccionaron hasta más tarde. Y Perón, desde Madrid, decía que “había que desmontar hasta que aclare”. A nadie se le ocurría decir que la caída de Illia significaba un golpe a la democracia y actuar en consecuencia. Todos preferían esperar a ver lo que hacían los golpistas.
El vandorismo y la cúpula sindical apoyaron inmediatamente a Onganía. Y a Balbín, que representaba a la gran mayoría de los radicales, se le atribuyen frases como “mejor que haya sido así, porque este gobierno se iba a hundir arrastrando al partido”. En todo caso, actuó como si lo hubiera dicho. El balbinismo era una de las fuerzas políticas que tenía contactos más fluidos con los militares.
Un mes después del golpe fue La Noche de los Bastones Largos en Exactas, el fin de una época brillante de la Universidad. Los profesores fueron perseguidos y desplazados por motivos ideológicos, los curas exorcizaron a los demonios comunistas de sus aulas, el 70 por ciento de los docentes de la Facultad, entre los que había científicos de primer nivel, emigró al exterior. La enseñanza universitaria volvió a la mediocridad escolástica de la secundaria. Algunos meses después, sectores del peronismo, del radicalismo y de otras fuerzas políticas ya habían colocado ministros y funcionarios en el gobierno de la dictadura. En lo personal, como adolescente, los militares habían destruido el primer proyecto de vida que me había apasionado.
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