lunes, junio 12, 2006

Cincuenta años II

Ahora que se han acallado un poco los festejos por el brillante triunfo de nuestra Selección ante Costa de Marfil, vuelvo por un rato a los temas extrafutbolísticos.

El viernes 9 de junio al mediodía me encontraba casi por casualidad en la Plaza Las Heras, donde se hacía un acto de homenaje a los fusilados de 1956. Pese a no ser peronista, sentí una necesidad íntima de acercarme y estar presente. Más allá de los funcionarios y/o figurones presentes y de las palabras de circunstancia, el acto me emocionó. Sobre todo al ver a los sobrevivientes de esas jornadas (creo que casi todos suboficiales), hombres sencillos y ya octogenarios, recordando de pie a sus camaradas, al igual que cada 9 de junio de los últimos 50 años.

En un momento me pregunté por qué no había dirigentes no peronistas en el acto. ¿Qué tuvieron de particular esas 30 muertes para que sean dignas de ser recordadas por un solo partido político? Y empecé a hacer memoria de mis primeros años, a fines de los '50, en una familia de clase media en el barrio de Once. Recordé lo que hablaban los mayores sobre lo que había sido el peronismo, la obligación del luto por Evita, el imprescindible carnet del partido, Apold, la quema de las iglesias, etc., etc. Pero de los fusilamientos de 1956 o de la matanza de Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955, ni una palabra. Entonces volví a plantearme algo que frecuentemente me llama la atención: la memoria selectiva. Y no me refiero a los argumentos que hoy en día enarbolan los defensores del terrorismo de Estado. Me refiero a los mecanismos que actúan en la mente de personas comunes y corrientes, para recordar sólo aquello que está de acuerdo con sus creencias o prejuicios, y negar u olvidar lo que no lo está.

Quién sabe por qué razón, últimamente cuando quiero escribir sobre algún tema que me da vueltas en la cabeza, siempre encuentro que alguien en esos mismos días ya escribió gran parte de lo que yo quería decir. Ese es el caso de esta nota de Luis Bruschtein, aparecida el sábado pasado en Página/12. Agrego a continuación lo que escribió Lilia Ferreyra sobre Rodolfo Walsh y los fusilamientos.


El pasado que rebota al presente

/fotos/20060610/subnotas/NA20FO01.JPG
Por Luis Bruschtein

Después del alzamiento del 9 de junio de 1956, el gobierno militar del general Eugenio Aramburu fusiló a 27 personas. En el caso de los fusilamientos de civiles, se utilizó un procedimiento por “izquierda” que luego se convertiría en la principal herramienta represiva de las sucesivas dictaduras, hasta llegar a su máxima expresión en el ’76. Aun en el caso de los fusilamientos de militares, se aplicó un decreto emitido por Aramburu que declaraba el estado de sitio cuando los rebeldes ya estaban detenidos. Es decir que, de manera inconstitucional, se les aplicó ese decreto con retroactividad.

En esos días, el dirigente socialista Américo Ghioldi publicó una frase que se hizo célebre: “Se acabó la leche de la clemencia”. Y a Jorge Luis Borges se le atribuye otra frase en una conversación con su amigo Adolfo Bioy Casares: “Se hizo lo que debía hacerse”. No eran los únicos que pensaban así, entre los no peronistas era un sentimiento extendido.

Existe un consenso mayoritario en la historiografía y la sociología sobre una lectura de la Argentina reciente que tiende a colocar al peronismo en el lugar de la barbarie, los excesos, lo no institucional, el exabrupto y lo violento. Y pone a sus adversarios en el polo antitético: defensa de la institucionalidad y la racionalidad, de la pacificación y el respeto de la ley.

Es inquietante la manera en que esa lectura se revierte constantemente sobre la actualidad. Lo que inquieta es la incapacidad de esa lectura, o de quienes la realizan, de sobreponerse a su contexto social aun después de tantos años, como si permanentemente se tratara de justificar el papel que jugó ese mismo contexto en aquel momento.

La primera parte de esa lectura, la que compete al peronismo, es cierta en gran medida. Pero la segunda parte, la que alude a sus opositores, es falsa en gran medida. La oposición, los partidos que la integraban, fue más salvaje aún que el peronismo. El revanchismo antiperonista, desde los bombardeos a civiles en la Plaza de Mayo hasta los días posteriores al golpe del ’55, la violencia, la humillación y la represión fueron más alevosos, desprolijos, inconstitucionales y antidemocráticos que lo que podría reprochársele al peronismo. Los fusilamientos constituyen un hito en esa historia. El peronismo no había fusilado a nadie.

La vocación institucional de las fuerzas opuestas al peronismo es una construcción cultural, es expresión de una visión hegemónica dentro de los intelectuales y las capas medias que tomaron como propio el discurso de los grupos de poder. En todo caso, el antiperonismo fue más “institucional”, porque a partir del ’55 utilizó a las Fuerzas Armadas para agredir al resto de las instituciones democráticas.

La calidad institucional, la “institucionalidad” como valor en la política argentina ganó peso específico recién después de la última dictadura y constituye una gran mentira interpretar esa historia como si hubiera habido un sector destacado que hubiera representado ese concepto como se lo entiende en la actualidad. Lo real es que no hubo ángeles democráticos y demonios violentos. Todos los actores se movieron con los criterios de una sociedad si se quiere primitiva en cuanto a su visión de sí misma, incluyendo a la izquierda.

A partir de esa lectura de un solo ojo, todo el mundo sabía lo que tenía que hacer el peronismo-populismo para enmendarse y mejorar. Es decir, tenía que hacer lo que siempre hicieron sus detractores dizque más republicanos y democráticos. El problema es que la misma historia está diciendo que, con otras vestiduras y formalidades, lo opuesto al peronismo actuó con un gran desprecio por las instituciones. Sin embargo, el peronismo hizo lo que le pidieron que hiciera: la renovación trató de ser un remedo de la Coordinadora radical –que fue el paradigma de los ’80– y más tarde, con Carlos Menem, se asimiló a una especie de republicanismo conservador popular que finalmente agotó su verdadero impulso. En el prólogo de Operación Masacre, Rodolfo Walsh aclaró que había tomado la matanza de civiles en los basurales de José León Suárez, separándola del resto de los fusilamientos, porque en ese caso no podía haber ninguna justificación por parte de los fusiladores. Se trataba de una masacre clandestina de civiles desarmados que sólo tenían una participación lateral en el alzamiento.

Lo real es que salvo excepciones como las de él mismo, que en 1956 todavía no se asumía como peronista, o la del escritor Ernesto Sabato, que publicó su investigación, la denuncia de los fusilamientos no conmovió demasiado al universo no peronista. La izquierda no peronista ni siquiera ahora recupera a esos trabajadores fusilados como parte de los mártires del pueblo en su lectura de las luchas populares. Y tampoco lo hace con los civiles que murieron en los bombardeos de Plaza de Mayo.

Por el contrario, para la generación que se incorporó a la militancia en los años ’70 constituían momentos tan emblemáticos como la Semana Trágica, igual que después lo fueron los fusilamientos de Trelew y los treinta mil desaparecidos. Esa incongruencia en un discurso de izquierda que ignoraba dos de los hechos más terribles del pasado reciente fue uno de los factores que ayudó a la peronización de la mayoría de esa generación.

Hay hilos convergentes entre los sucesos de 1956, los años ’70 y la última dictadura. Varios de los sobrevivientes de los fusilamientos o sus familiares formaron parte de la Tendencia Revolucionaria del peronismo o de sus organizaciones armadas, como Julio Troxler y los hermanos Lizazo, y fueron asesinados por la dictadura o por una Triple A en la que muchos de sus integrantes también eran peronistas. Hace pocos días fue detenido el comisario mayor de la Bonaerense Juan Fiorillo, que desapareció a Felipe Vallese en 1962. Y ese mismo policía, después integró la Triple A y luego fue colaborador estrecho del genocida Ramón Camps. Los militares que participaron en el golpe del ’55, respaldados por los partidos no peronistas, de izquierda y derecha, protagonizaron la escalada de asonadas y golpes militares que van del ’55 al ’66 y del ’66 al ’76. El peronismo estuvo proscripto 18 años, en tanto los demás partidos aceptaban una especie de democracia tutelada, donde ellos mismos –además de dirigentes peronistas– decidían sus diferencias cruzando contactos en los cuarteles y regimientos. Y los civiles más militaristas eran casi siempre los que más declamaban su republicanismo. Todos los golpes y asonadas militares se hicieron en “resguardo” de la democracia.

En la actualidad la antinomia peronismo-antiperonismo es anacrónica. Ni uno ni otro alcanzan por sí solos para describir o interpelar a una sociedad que afronta otras problemáticas y complejidades. Las corrientes de nuevas mayorías se construyen necesariamente sobre otros contenidos que los atraviesan y contienen. En ese sentido, la cultura va muy por detrás de la realidad, porque mantiene esa mirada hegemónica y caprichosa sobre el pasado a pesar de que tanto en el oficialismo como en la oposición conviven sectores que provienen de ambas puntas de esa antinomia histórica.

Un síntoma de ese retraso en la cultura política es que el recuerdo de los fusilamientos del ’56, al igual que de las víctimas de los bombardeos en Plaza de Mayo, termina encuadrado en ese contexto como un acto peronista o properonista. Es legítimo que la reivindicación de los ideales y principios por los que lucharon los caídos sea tomada por quienes piensan así. Pero hay una tarea ciudadana democrática, no partidista, en el reconocimiento de quienes fueron víctimas de esa masacre como una forma de poner distancia con la intolerancia y el desprecio a la vida que llevaron a justificar la usurpación de instituciones para eliminar a quienes se les oponían. El repudio a los fusilamientos del ’56 no debería ser una acción solamente peronista, sino de la ciudadanía en su conjunto.


Walsh y los fusilamientos

/fotos/20060610/notas/NA19FO01.JPG
Por Lilia Ferreyra

“La investigación de Operación Masacre cambió mi vida –escribió Rodolfo Walsh–. Haciéndola comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior.” Y decidió enfrentar esas dos dimensiones con la profunda convicción de que no podía ni debía renunciar a un sentimiento básico: “La indignación ante el atropello, la cobardía y el asesinato”. Porque él no era peronista cuando se produjo el levantamiento que encabezó el general Juan José Valle, ni cuando escuchó aquella frase “hay un fusilado que vive”, ni cuando resonó en su conciencia el grito de Mario Brion “¿así nos matan?”, antes de que lo atravesaran las balas del comisario Rodríguez Moreno. Como una piedra en el agua que va ampliando el impacto de su caída, la investigación sobre los fusilamientos en el basural de José León Suárez también significó para Rodolfo ir más allá de la denuncia del crimen y la identificación de los responsables. Quiso llegar a comprender en toda su extensión las razones políticas de esos trágicos hechos. Y mientras avanzaba en la investigación comenzó a entender, comenzó a conocer quiénes eran y habían sido los destinatarios de tanto odio, y quiénes los ejecutores. Hay una escena no demasiado recordada en Operación Masacre sobre la mañana siguiente a los fusilamientos. En el basural todavía estaban los cadáveres dispersos en las inmediaciones de la ruta y, de a poco, “una muchedumbre espantada y sombría se fue congregando en torno al pavoroso espectáculo”, cuando un auto “nuevo, largo y reluciente frenó de golpe ante el grupo. Una mujer asomó la cabeza por la ventanilla.

–¿Qué sucede? –preguntó.

–Esa gente... que la han fusilado –le contestaron.

Ella tuvo un gesto irónico.

–¡Muy bien hecho! –comentó–. Tendrían que matarlos a todos.” Los humildes pobladores de José León Suárez la corrieron a cascorazos.

Rodolfo, que había creído en los valores de libertad, justicia y democracia que había proclamado la llamada Revolución Libertadora de 1955, fue descubriendo la falacia y la hipocresía de esas palabras cuando expresan los intereses de una clase privilegiada. En 1969, en una nueva edición de Operación Masacre, escribió: “Los militares de junio de 1956, a diferencia de otros que se sublevaron antes y después, fueron fusilados porque pretendieron hablar en nombre del pueblo: más específicamente, del peronismo y la clase trabajadora. Las torturas y asesinatos que precedieron y sucedieron a la masacre de 1956 son episodios característicos, inevitables y no anecdóticos de la lucha de clases en la Argentina (...). Que (la oligarquía) esté temporalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos.”

En los veinte años que siguieron a Operación Masacre, la vida de Rodolfo se fue enraizando cada vez más con la historia del país, trazando con sus oficios terrestres y su compromiso político una trayectoria insobornable que lo instaló para siempre en la memoria.

Lo único que no cambió con la investigación de los fusilamientos fue la cédula falsa a nombre de Norberto Pedro Freire, que usó para protegerse. Veinte años después, el 25 de marzo de 1977, cuando lo emboscó el Grupo de Tareas de la ESMA, llevaba esa cédula. Quizás, en una dimensión que trasciende el rígido límite entre la vida y la muerte, podamos decir que en ese día inevitable acribillaron a Norberto Pedro Freire. Rodolfo Walsh se les escabulló una vez más: minutos antes había despachado la Carta a la Junta Militar, un texto magistral cuya vigencia, junto con Operación Masacre, se proyecta hasta nuestros días como un aporte fundamental para que las nuevas generaciones comprendan la historia que las antecede.

2 comentarios:

Ulschmidt dijo...

¿Qué sentido tiene esto? ¿A quien le importa? La mayoría en ambos bandos ya estan muertos, los que sobreviven son carcamanes, antes y despues pasaron cosas mas significativas, mueren mas de 30 cada fin de semana en las rutas argentinas. Que se cumplan cincuenta años no interesa: las cosas que ahora se recuerdan es porque se quiere construir un determinado pasado. En función de qué, para qué, cual es el fin. Diga, por favor.

Rafa dijo...

Estimado Ulschmidt, no sé bien qué sentido tiene esto pero a mí sí me importa. Ya que aquí dispongo de un espacio de libertad, escribo o transcribo lo que me dictan mis ganas y mi conciencia. No me interesa construir un determinado pasado ni me guía ningún fin en particular. Simplemente soy un poco obsesivo en mantener viva la memoria de las tragedias que nos ocurrieron, esperando que nos sirva de enseñanza y nos ayude a construir un país un poco mejor. Como dijo W. Churchill: los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.

Gracias por su comentario. Saludos